viernes, julio 30, 2004

De CIRSA a NASA

Una máquina tragaperras no es una nave espacial, y el chaval debe aprenderlo. La vieja, gorda y sudorosa madre golpea al niño en la base de la nuca y suelta un siseo venenoso mientras lo arrastra de vuelta a la silla. La fulmino con la mirada cuando pasa frente a mi mesa, pero ella ni se inmuta y vuelve a golpear mientras por su boca surge un chorro de agravios que posiblemente harán que dentro de diez o doce años el pobre chico, que tiene cara de gamberrete astuto que se sorbe los mocos y come polos de fresa, sienta ganas de quemar cabinas telefónicas. No me das más que disgustos. Ya verás cuando se lo diga a tu padre. No sabes hacer nada bueno. Mira cómo se te ríe esa niña de ahí. Un día de estos me voy a matar y la culpa será tuya. Mis compañeras de mesa se remueven incómodas y presiento que una de ellas va a intervenir... pero no hace falta.

De repente, el loro del bar chilla, imitando el tono de voz agudo e histérico de la bruja. A la perfección. Frase por frase, como si se burlara de ella. Burlándose de ella, en efecto. Se oyen risas apagadas por todo el bar. La bruja se queda congelada, empalidece y suelta al niño, que sale corriendo de nuevo a jugar golpeando los botones de la tragaperras. No se atreve a mirar a nadie a la cara y remueve su café.

El instinto maternal acaba de usar a un loro para gritar "venganza".



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