martes, octubre 19, 2004

Mañana tragicómica

El resultado del Sevilla-Valencia me da los buenos días. Da igual: no he dormido en toda la noche. Aún llevo la resaca de las fiestas que apenas hace unas horas he dejado atrás. La ducha me hace temblar levemente pero no logra centrarme. Mientras Carlos Herrera cuenta sus cosillas me visto y me preparo un cafelito bien cargado. Me pongo una camiseta roja, mi chaqueta militar y unas zapatillas que ayer olvidé lavar y que ahora están negras de barro y calimocho. Me pongo tambien la braga militar, que esta noche he cogido fresquillo en la garganta, y pego un respingo al mirarme al espejo. Sólo hace falta que me ponga la braga verde y me deje de afeitar un día para parecer un primo del Vaquilla, con esas greñas y esa perilla desigual. Curiosamente hace días que no me veo tan guapo. Y qué pronto que es, cojona. Tengo que evitar dormirme en el autobús como sea, así que decido sin realmente decidirlo que jugaré a mi viejo juego: al juego de contar un cuento de cada persona que vea.

Me cruzo con Ana, una amiga de la infancia, que se apoya un carricoche Jané. Habla con una maruja de pelo teñido, explicando que su niño está pachucho y que hay que ver. Esquiva mi mirada con altanería, hace como si no me viera y hace esa mueca de disgusto que hace doce años me provocaba erecciones repentinas. Qué coño, nunca me cayó realmente bien, y es que manda narices que me haya tenido que enterar que ha sido madre de esta manera. Espero que el niño tenga varicela. El crío me da pena, pero su madre se lo ha ganado. Bruja.

Me cruzo con una guapa rubita de chaqueta blanca ajustada, pantalones elásticos, paso apresurado, cintura breve y pecho abundante, que acelera aún más el paso cuando se cruza conmigo y mira hacia el suelo con terror. Pienso en la metáfora de que nos crucemos ella y yo de esta manera: ella que va en dirección a la universidad y yo que voy en dirección contraria, a fichar al INEM. Tiene cara de pavisosa y de desagradable. No me creereis, pero os juro que en su carpeta pone I love fashion.

Me cruzo con una secretaria treinteañera. Ya, qué tópico, si por lo que sé puede ser oficial de tercera de calderería. Pero ese pelo recogido, esos tacones, esa chaquetilla y esa faldita corta gritan secretaria a voces. Y qué bonitas piernas, por cierto. Seguro que se ya se lo han comentado. Me hace gracia cómo anda, con las manos juntitas como en oración. Es época de impuestos, así que imagino que irá ajetreada. Nos paramos en el paso de cebra y bostezamos ambos a la vez. Creo que va a asustarse como el resto de la gente, pero me mira a los ojos y desmonta mi disfraz en un segundo: tengo cara de bueno, no puedo evitarlo. Nos damos cuenta de que ambos tenemos la boca abierta, la cerramos y nos sonreímos. Me cae bien.

Me cruzo con dos hombres de mediana edad, ambos trajeados: uno color crema, otro gris marengo. El más gordo de ellos se apoya en un árbol mientras el otro le dice con voz firme mientras se ajusta el gemelo derecho: "tú deja de preocuparte y tranquilízate". El gordito suda y se peina su escaso pelo canoso. No sé si decidirme entre el gestor que abochornado le cuenta a su socio que el fisco va a descubrir el pufo de la temporada pasada, o entre el viajante comercial que le cuenta a su hermano que el punki del barrio ha dejado peñada a la Mari. Tampoco me importa.

Me encuentro en el siguiente semáforo a un makinero veinteañero de mirada extraviada que luce su camiseta de No Fear y que me mira sacando pecho y sin parpadear. Parece que mi aspecto de macarra de barrio llama a gritos al babuino pastillero estándar. Se me acerca y pasa a mi lado mirándome fijamente. Sostengo su mirada e intento obviar el mareante olor a gomina del Plus, y el veinteañero de mirada desequilibrada finalmente clava los ojillos de oveja en el suelo y parpadea. Me siento orgulloso: si ahora hubiera una hembra disponible vería que yo soy el macho alfa de la manada. Pero la secretaria ya me queda muy lejos.

Paso por delante de un bar. Un gitanillo se sienta en una silla con el respaldo hacia delante mientras sus dos comparsas rubias ríen la gracia que está haciendo a costa del camarero chino. Deberían estar en clase, en alguno de los institutos del barrio. Pienso con amargura que los tres han comenzado su espiral descendente y entonces me doy cuenta de que este es el bar donde tantas y tantas horas lectivas pasé jugando a las cartas con mis colegas.

Pero no dejo que me afecte. Es justo que la mañana acabe contando mi propio cuento, ya que yo he contado el suyo. Así que le sonrío al frío sol del barrio y sigo mi camino con las manos en los bolsillos.

Hoy me siento...
Hoy suena a... Extremoduro - Menamoro



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